-¡Mierda!, tres meses sin escribir, ¡esto no puede seguir así!, tengo que hacerlo, seguro que si me pongo fluyen las palabras de mis dedos como si fueran magia divina. ¡Es hora de intentarlo otra vez!
Miedo a perder la sagrada inspiración, la devoción por describir sentimientos, emociones, sensaciones, historia, experiencias, ilusiones y sueños. El pánico del autor al que en tantas ocasiones tenía que hacer frente, pero solo, sin más compañía que su propia presencia, un espejo, el escritorio, la pluma, bolígrafo o teclado y una ventana por la que ver el renacer de la primavera, los rigores del sol en verano, el acontecer del melancólico otoño y el temido y frío invierno.
El escritor acostumbrado a desacostumbrarse de los enfrentamientos consigo mismo, con los temores de la muerte súbita de la creación, se sumió en un leve letargo sucumbiendo al placer de las irrealidades, hasta que dando un golpe sobre el escritorio, tomó la firme decisión de volver novelar.
-¡Es simple!, tan solo tengo que concienciarme de que es una jornada laboral, la misma de cualquier ser humano que vive en un país de cuarenta horas semanales, ¡así debe ser!
Lentamente con el terror en sus ojos y el pavor que produce enfrentarse a la nada, inició la ceremonia. Colocó los candelabros limpios y relucientes, fulgurantes de oro simulado que heredó de sus abuelos, allá por el siglo XIX a ambos lados de la mesa, esa que utilizaba para imprimir a base de tinta o teclas todo aquello que le llegaba del infinito, y del fondo de su ser. Con delicadeza extrema de quien cumple un ritual, prendió una cerilla y una a una, encendió las doce velas de su corazón.
-Creo que un poco de vino me ayudará, seguro estoy de ello y hoy, ¡el mejor!, que es día de celebración. Un Pinord Chateldon del Montany del Penedés del año de la madre que lo parió, allá por el 84, será mi compañía en este festival de las letras.
Lentamente se dirigió a la bodega, sin las prisas del que sabe que de nada sirven, cuando es el amor lo que falta para prender la pasión. Bajó las escaleras, presionó el interruptor y la luz tenue y cálida le permitió ver el almacén de los tiempos de gloria, aquellos en los que había triunfado con alguna de sus novelas y le permitió tener los mejores caldos a su disposición. Seleccionó la botella y con sumo cuidado, como el que coge un bebé, sopló para eliminar parte del polvo que cubría la etiqueta.
-¡Aquí estás compañero!, hoy es nuestro día, tú me ofreces la alegría y con la inspiración que le das a mi alma, plasmo tu historia, la mía y la de otros sobre el papel. ¿Te place?
Retrocedió por el camino andado con pasos firmes y contados, llevando en ceremonia y medio inclinado el recipiente de tan espléndido líquido, ese que le llevaría de vuelta a sus tiempos de gloria, y le devolvería el valor que ahora le faltaba.
-Siempre lo mismo, detrás de cada obra finalizada el frío de la ausencia, el estremecimiento de saber que está acabada. ¡Qué destino más iluso!, qué vacío, el de aquellos que nos dedicamos a crear vida sobre el papel.
Con la misma parsimonia, limpió la botella con una servilleta que siempre tenía dispuesta a estos menesteres en el despacho. Cogió el sacacorchos, el de aire, le tenía miedo a la humedad del corcho y a los años del vino, sabía que otros métodos podrían destrozar el rojo y vivo líquido a base de la cáscara de alcornoque. Introdujo la aguja hasta el fondo, concentró la mirada en el tapón y procedió a darle aire a base de subir y bajar el fuelle. Todo iba bien, poco a poco iba saliendo, hasta que al final sonó un leve sonido, el que le indicaba que el ritual había salido perfecto y procedió con el resto del culto. Vertió un poco sobre una copa ancha de cristal de Bohemia que guardaba para estas ocasiones, puso dos dedos en el pie de la misma, y movió el caldo mientras observaba su color y el lagrimeo sobre el apreciado recipiente. Olfateó el zumo de la vid y…
-¡Voilá!, está perfecto el muy cabrón. Hoy tú y yo vamos a hacer muchos y grandes negocios, caballero.
Sirvió un poco más y volvió a beber, colocó el portátil sobre el escritorio que tanto había compartido con él. Abrió el Word, dispuesto cual guerrero que sabe que es la vida de su enemigo o la suya. Tomó aire, volvió a sorber un poco del caldo de Baco, del líquido placer de los dioses, miró al cielo, y…
-¡Vamos allá!, esta se va a llamar…, se va a llamar…, se va a llamar. ¡Mierda!, el título al final, ¡carajo!, que esta vez tiro para adelante, con o sin encabezamiento, ¡ya me vendrá la luz!
Exprimió la sangre de la uva y volvió a servir el manantial de la creatividad, esta vez sin majestuosidad, hasta el mismo borde de la vida, apurando el contenido.
-¡Ahora sí!, y empezó a teclear.
Noche oscura de mi alma, fin de la gloria de los sueños, dime que debo hacer para volver a estar risueño. Dame la fe, la esperanza del que tiene la ilusión y que algún día la alcanza.
Rindió la cabeza sobre el teclado, y pronunció las palabras más sabias que jamás hubiere reunido en tan poco espacio.
-¡Vaya pedo, compañero!, tú no me has traicionado, ¡he sido yo!, que con el codo no he calculado, el exceso de tu amor es de cuidado. Pero de algo me has servido hoy, que aún estando en este estado, haber gracias a ti he creado, un bello rezo para un personaje descentrado. ¡Amen!